William Ospina admite que el arte de Natalia Granada inspirado sus libros.
Reseña de una exposición en Bogotá, que en breve irá a ciudades como Medellín, Barranquilla y Cali.
A la entrada de mi casa hay un cuadro de Natalia Granada. Representa un tenso abrazo de un cuerpo humano y de una serpiente, como en un terceto de Dante, y ahora sé que secretamente ha presidido e inspirado la escritura de algunos de mis libros. El arte es así. Obra su influjo creador con eficacia y en silencio, y nos revela cosas nuestras que habrían permanecido guardadas para siempre.
Conozco a Natalia casi desde su infancia, y he sido testigo a lo largo de los años de la progresiva maduración en ella de los genios del arte.
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Desde cuando ilustraba con sus dibujos de adolescencia las páginas del diario La Prensa. Pero siempre, cada oleada de su creación vuelve a sorprenderme y a menudo a deslumbrarme. Buena hija de su padre, Carlos Granada, no ve en el arte una dócil manera de replicar el mundo sino una manera de desafiarlo. Con revelaciones, con audacias, con pensamiento. Uno no sospechaba que en el cuerpo menudo y rítmico de esta mujer cupieran tantos mundos. En una época las pinturas que salían de sus manos cortaban el aliento: no sólo por su fuerza sugerente sino por su tremenda energía vital. Una presencia del universo animal gravitando sobre los seres humanos, confundiéndose con ellos, convulsionando en espacios sombríos. Uno se preguntaba: ¿serán estos relatos o alegorías? Eran ambas cosas: hechos posibles del mundo físico, trozos de sueños, pero también la encarnación en el lienzo y en el papel de estados del cuerpo y del alma, de zozobra, de miedo, de voluptuosidad o de violencia, y ella los llamó “presentimientos”, como si esas figuras de colores intensos y de trazos impetuosos fueran lo que hay en el espíritu antes de la emoción, el taller donde se gestan nuestras pasiones. ¿Perros? ¿Lagartos? ¿Cuerpos enamorados que se funden? En el arte, donde todo es verdad, todo es ilusión, y los artistas ya no intentan como antes hacernos creer que estos verdes son hierba, que estos azules son estanques, que estas salamandras son salamandras, que estos ángeles son ángeles.
Natalia Granada está allí para decirnos: estos perros salvajes rodeados por peces que parecen convertir en un pozo el espacio, no son perros ni peces sino rojos y azules y trazos de tinta. “Esto no es una pipa”. La Gioconda no es una mujer: es una tela. Pero inmediatamente después trae la oleada siguiente: estos rojos y azules y trazos de tinta son también otra cosa: pasiones, impulsos, imaginaciones, desvelos o presentimientos de la carne y la mente transformados en fuerzas visibles, tormentas para el ojo, tormentos para el corazón. Y una vez más, esos sentimientos y esas pasiones no se agotan en sí mismos sino que parecen iluminar confusas zonas del mundo.
Hoy vemos en La Divina Comedia no sólo el viaje de un soñador por las terrazas de su sueño sino un diagrama cristalino del espíritu humano en la turbulencia de la Edad Media; hoy vemos en Pablo Picasso las desintegraciones mentales de una época, sus dudas sobre el canon clásico, su refugio en un vitalismo laborioso y sensual. El arte sólo a medias es una confesión personal, sólo en parte refleja una experiencia: suele ser la clarividente expresión de un mundo y de una época, y si a algo se parecen las obras de Natalia Granada, que vive en España hace décadas, es a esta realidad colombiana convulsa, fragmentada, asediada por su naturaleza, desvelada de preguntas y llena de vida, que ya no quiere mentirse sobre sus monstruos y sobre sus ángeles.
Durante demasiado tiempo esta sociedad nuestra fingió estar presidida por la virtud y por el bien. Pero “el sueño de la razón produce monstruos” y el sueño de la virtud también los produce. Alzan vuelo del nido criaturas iracundas y nadie reconoce haberlas engendrado. Las criaturas llenan el aire con sus gritos, cubren los campos de sangre, violentan, descuartizan los cuerpos y los sueños, pervierten el lenguaje, hacen trizas la lógica. Reinan por el dolor y por la sospecha, nos llenan a todos de terror y preguntas.
¿Cómo puede el arte ser ciego o insensible ante esta irrupción de fuerzas que a la vez negamos y encarnamos? El arte ve con los ojos vendados y habla con la boca amordazada. Y Natalia Granada pone ante nuestros ojos este Ángel Exterminador, su más reciente exposición, en la galería Garcés Velásquez, una instalación luminosa de escultura-fotografía, donde una figura central amenazante y majestuosa es interrogada desde muchos ángulos y muchas distancias. Entre besos devoradores y cuerpos diseminados este ángel despliega sus alas de pájaro, alza su espada de conquistador, vuelve su rostro impasible y casi indiferente, y una vez más no nos da certezas sino preguntas. ¿Es otra vez la violencia lo que anuncia? ¿O es la certeza de que el exterminio no nos ha abandonado jamás?
De la ilustración a la escultura.
Natalia Granada nació a finales de los sesenta, hija del pintor Carlos Granada. Entre el 91 y el 92 realizó ilustraciones para el desaparecido periódico La Prensa. Luego se radicó en Madrid, ciudad en la que ha realizado diferentes estudios: en el Círculo de Bellas Artes, de pintura del siglo XX en la Fundación Mapfre y de pintura barroca en el Museo del Prado. En una de sus muestras más recordadas Cave Canem (¡Cuidado con el perro!) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en 2000 –donde aparecía un hombrecito fornicando con una cerda enorme y decenas de salamandras entrando por una vagina– quedó en claro su decisión de hacer esculturas e instalaciones que representan la violencia de la vida cotidiana.