ANSIA
Museo Barjola, Gijon, 2005
 
  Del cuerpo despreciado por Ángel Antonio Rodríguez para ABC  
 

Cuando Edmund Burke diferenció la belleza y lo sublime asociando esta última idea a cualidades como la oscuridad y sentimientos como el temor, abrió puertas a las nuevas interpretaciones artísticas del horror.  "Todo lo que resulta adecuado” -escribió- “para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de una manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime; esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir". Las teorías kantianas y otras filosofías posteriores continuaron labrando el terreno para que creadores como Natalia Granada (Bogotá, 1967) instalen su discurso en dimensiones desconcertantes, inspirándose en cuerpos maltratados y atmósferas profundas, más allá de cualquier amaneramiento estético.
En los últimos años, Natalia Granada ha simultaneado con éxito sus exposiciones en distintos espacios públicos y privados de España y Colombia. Procedente de la pintura, con la que se dio a conocer en nuestro país, en 2001 presentó una singular exposición en la sala Minerva del Círculo de Bellas Artes de Madrid que marcó un antes y un después en su trayectoria. Tras su reciente maternidad, sus esculturas cierran ahora en Gijón una fructífera etapa dominada por instintos sexuales destructores e imaginarios angustiosos que se han venido manifestando bajo una fuerte carga expresiva, no apta para retinas complacientes.
La muestra, titulada Ansia, mantiene conexiones con aquella exposición madrileña, donde papeles y esculturas describían una mirada violenta e inquietante, alimentada por gestos y contrastes cromáticos. Las piezas parecían frutos de un ritual, de una oculta intencionalidad concebida para transgredir el horror, quizás, con el ánimo de convertirlo en otra cosa.
Para Miguel Cereceda, la artista no parecía “tan interesada por el fenómeno de la complacencia en la representación, cuanto en la fascinación que ejerce la obscenidad misma”. Angustias, masas sangrantes, re-pulsiones, evidencias freudianas y otras sorpresas señalaban esa singularidad de Natalia Granada que trabajaba, según Cereceda, “sobre el enigma de la belleza”.


Algo parecido ocurre bajo la Capilla de la Trinidad del Museo Barjola, un complicado espacio para los artistas que aquí exponen. Desde la sobriedad compositiva y el abigarramiento temático, Natalia Granada ha colocado en el eje central de la nave una figura de mujer desnuda sobre caja de luz, en postura de entrega sexual frente a la potencia barroca del lugar y reposando sobre un rojo cojín de fieltro, única nota colorista del conjunto. Detrás, en el suelo, un cuerpo fragmentado, sólo cabeza y piernas. En la pared principal, tres pares de cabezas que se devoran mutualmente. Y bajo la linterna cenital, un amasijo de miembros colgados, anudados al aire y abiertos a la contemplación pausada. Cuerpos despreciados, donde el sexo ha dejado de existir para transmutarse en frustración y muerte reivindicando un deseo que, en el fondo, no es muy distinto al que se excita con la frivolidad y la hermosura. Esculturas austeras que giran obsesivamente en torno a las huellas de la ausencia. Piezas moldeadas con efectividad artesanal, pigmentadas con gris metalizado para enfriar la fuerte carga formal que desprende su materialidad figurativa. Un doloroso análisis del sentimiento maltratado que enlaza con el postfeminismo marginal de Kiki Smith, las metamorfosis de Cindy Sherman o las implacables dimensiones de los cuerpos de Louise Bourgeois. Y en ese murmullo de bocas que se besan y comen los rostros, entre soledades, inhalaciones y exhalaciones casi religiosas, la síntesis de una alegoría captada por distintas variantes que valoran la esencialidad plástica, respetando por igual la tradición y la contemporaneidad, lejos de absurdos debates conceptuales y muy cerca de las emociones tangibles, incluso, cuando nacen directamente de la náusea.